domingo, 12 de enero de 2020

A TRAVÉS DEL TERMÓMETRO


Doce de la noche.
El termómetro marca siete grados.
Mi piel yace en el frío de la escarcha
recordando momentos de pasión
en el vértigo plomizo de las horas.

Dos de la madrugada.
El termómetro marca seis grados.
Los sueños en rendijas
me hablan en susurros.
Me dicen al oído que ya es tarde.

Seis de la mañana.
El termómetro marca cinco grados.
La voz del nuevo día
presagia los silencios del instinto.

Ocho de la mañana.
El termómetro marca seis grados.
La belleza de un tiempo inmemorial
desliza imperturbable
la hojarasca en la bruma del jardín.

Diez de la mañana.
El termómetro marca siete grados.
El día se presenta con obsequios
cargados de sonrisas y utopías.

Once de la mañana.
El termómetro marca ocho grados.
Los transeúntes se dirigen
hacía ningún lugar.
Se camuflan por calles y plazas
con el paisaje urbano de las prisas.

Doce del mediodía.
El termómetro marca diez grados.
Contemplo las aceras
y los escaparates de las tiendas.
La gente con abrigos y bufandas
intenta no pensar en sus tristezas
y cumplir con sus cosas,
como si el mañana no existiese.

Una del mediodía.
El termómetro marca once grados.
La ciudad se desdobla en mil imágenes.
Mujeres que pasean a sus niños.
Ejecutivos serios con sus trajes
y garras de metal para cazar.
Estudiantes con apuntes en carpetas.
Mendigos en esquinas con sus perros
y una muchacha estatua
que cambia de postura
cada vez que recibe una moneda.

Dos del mediodía.
El termómetro marca doce grados.
El día va avanzando poco a poco.
Las nubes,
con su evanescencia singular,
cubren la espesa capa de la urbe
de amenazante smog.

Tres del mediodía.
El termómetro marca trece grados.
Miro los edificios,
balcones con geranios,
y observo que la luz incide en ellos.

Cinco de la tarde.
El termómetro marca doce grados.
Ya casi está de noche.
Las sombras del crepúsculo
se acercan suavemente
y envuelven con su manto de colores
el cielo protector.

Seis de la tarde.
El termómetro marca once grados.
El sol está ocultándose
con su timidez acostumbrada.
El día natural ha terminado,
pero se encienden las farolas
y las bombillas de interior,
para prolongar más la jornada.

Ocho de la noche.
El termómetro marca diez grados.
Los cines dan comienzo
a la sesión de tarde.
Conferencias, eventos y conciertos.
Pronto llegará la medianoche,
la hora de la magia.
Mientras tanto la gente atareada
llenará sus instantes
con citas y películas,
ordenador y whatsapps,
noticias y gimnasio,
libros y caminatas con los perros.
Los niños, las mascotas y las cenas,
los ligues, los amigos, los gintonics.
Las copas, los burdeles, el vacío,
la soledad, la rabia y el exilio.

Unas agendas llenas
y otras sin sucesos relevantes,
en eterno retorno, preparando
el despertar incierto del mañana...


Ana Muela Sopeña

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este poema urbano y existencialista, el día a día en la gran ciudad y su fondo a veces atrayente y a veces perturbador.


Un abrazo.
Oncina.

Ana Muela Sopeña dijo...

Gracias, por brindarme tus palabras.

Un abrazo

Albada Dos dijo...

Ese pautar de las horas, con la temperatura y lo que rodea a alguien, es una manera preciosa de orquestar el día, el día a día de un invierno en la mirada y un fuego en el corazón.

Una brazo y por una tarde, invernal, pero con sol en tu alma

Ana Muela Sopeña dijo...

Sí, ese ha sido el planteamiento.

Observar la belleza de cada momento del día, incluso con este frío que hace.

Un abrazo enorme